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Foto Cordon Press. Leí decir a un militar estadounidense, veterano de servicio en varios submarinos, que sus compañeros de tripulación siempre se tomaban a broma las películas bélicas sobre submarinos. Las veían repletas de invenciones y detalles fantásticos, así que cada vez que les proyectaban una se morían de risa y soltaban una infinidad de comentarios socarrones. Se reían con todas excepto con una: Das Boot. Una película que, muy al contrario, los sumía en un silencio fúnebre. Algo parecido les sucedió a los primeros espectadores estadounidenses que vieron Das Boot sin sospechar lo que se les estaba viniendo encima. Fue en una sala de Los Ángeles, a principios de 1982. En Estados Unidos nadie sabía quién era Wolfgang Petersen, cineasta que acababa de cumplir cuarenta años, se había curtido trabajando en la televisión germana, y solamente había estrenado un largometraje para la gran pantalla. Meses antes, Das Boot se había convertido en un gran éxito en su país de origen. El taquillazo en Alemania y los comentarios eufóricos de la crítica sobre la extraordinaria calidad de la película hicieron que los productores alemanes apostaran por el mercado estadounidense. Apuesta nada fácil en aquella época cuando, recordemos, la mayoría del público estadounidense consideraba que las películas extranjeras eran una extravagancia para esnobs, salvo que apareciese Clint Eastwood vistiendo un poncho. La noche del estreno americano de Das Boot, Wolfgang Petersen estaba sentado en una sala repleta de espectadores estadounidenses, deseando que la película tuviese un buen recibimiento. Pero la velada no empezó bien. Al inicio de la película aparecía en pantalla un mensaje de texto recordando que, de los cuarenta mil hombres que combatieron en submarinos alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, murieron nada menos que treinta mil, lo cual había convertido el servicio en un U-Boot en la actividad militar más peligrosa de toda la contienda (de los ochocientos sesenta sumergibles que la marina alemana envió a realizar patrullas en aguas enemigas, casi setecientos fueron hundidos o simplemente desaparecieron para siempre). Era un mensaje pensado para situar al público en un contexto emocional que le permitiese sumergirse, nunca mejor dicho, en la trágica epopeya de los submarinos alemanes. Pero el público, al leer el mensaje, reaccionó de manera imprevista. Petersen vio con horror la reacción de los espectadores americanos que, al ver aquella cifra, decidieron romper en un estruendoso aplauso para vitorear la matanza de nazis. Angustiado en su asiento, el cineasta alemán se temió lo peor. Su película narraba los horrores vividos por los hombres que habían surcado el mar en las entrañas de frágiles ballenas de hierro, pero ahora, en Norteamérica, resultaba que los estadounidenses se mofaban de aquellos a quienes aún veían como enemigos. Dos horas y media después, cuando terminó la película y se encendieron las luces del cine, el director alemán vio un panorama muy distinto. El angustiado en la sala ya no era solamente él, sino todos los demás presentes: «La gente lloraba. El mensaje de la película los había hecho cambiar de opinión por completo: “De acuerdo, sé que estos tipos eran el otro bando, pero si vas a lo básico, a lo que de verdad es la guerra, se trata de muchachos de todos los bandos siendo masacrados”». Nadie lo había previsto, pero Das Boot, en su versión doblada al inglés, terminó triunfando también en las taquillas estadounidenses. Tanto fue así que, cosa entonces muy rara para una película extranjera, fue nominada a seis Óscar, incluyendo dos nominaciones personales para el propio Petersen: mejor dirección y mejor guion adaptado. No fue nominada como mejor película, ni siquiera como mejor película de habla no inglesa. Tampoco ganó ninguna estatuilla, lo cual, visto desde hoy, fue la rúbrica de una noche infausta de entre las muchas que han tenido los Óscar a lo largo de su pintoresca historia. Lo diré con otras palabras: Das Boot, si no es es una de las más grandes películas de la historia del cine —que yo creo que sí—, está sin duda en el top ten de películas bélicas. Y, sin discusión posible por parte de cualquier persona sensata, la mejor película jamás hecha sobre submarinos (y eso que, la verdad, es un género que suele funcionar y contiene otras películas bastante buenas). Si usted, amigo lector o amiga lectora, no ha visto nunca Das Boot, sepa que me corroe la envidia porque verla por primera vez es una verdadera experiencia, sobre todo si se hace en condiciones. A falta de pantalla grande, que sea a oscuras, sin teléfonos ni distracciones. Existen varias versiones porque, como Ridley Scott, Petersen era aficionado a los retoques. Aun así, si quiere mi consejo, busque la versión original de los cines, que dura 149 minutos, en alemán con subtítulos (mucho mejor que la versión doblada al inglés). Y después vea la versión en miniserie, compuesta por el metraje original de la película más muchas escenas que Petersen había rodado y no había usado en la versión de celuloide. La miniserie duraba el doble que la película y duraba cinco horas (la BBC la emitió en inglés en seis episodios de cincuenta minutos; la televisión alemana la emitió en tres episodios de cien minutos). Normalmente no soy partidario de estas extensiones ni de este uso de metraje sobrante. Creo que las películas acostumbran a ser recortadas por buenos motivos; las versiones extendidas me suelen dar pereza porque rara vez funcionan y solamente consiguen diluir la magia de los originales. Sin embargo, en el caso de Das Boot, la miniserie realmente merece la pena, y mucho. El material sobrante no parece sobrante, y su calidad es idéntica, aunque está más centrado en los diferentes personajes y no tanto en la acción. Sobre todo, nos permite pasar más tiempo en el interior del U-96, ese submarino que tanto nos hace sufrir, y conocer mejor su atmósfera. Después, al volver a ver la versión original en la que prima más la acción, nos sentiremos todavía más parte de esa sufrida tripulación. Wolfgang Petersen dirigió otras buenas películas, desde luego, pero él mismo sabía que sería recordado por Das Boot. En prácticamente todas las entrevistas le preguntaban por su obra maestra, y él, al contrario de lo que sucede con muchos otros artistas, no parecía tener inconveniente. Quizá porque era consciente de que era inevitable, quizá porque había sido el proyecto de su vida, al que más esfuerzos había dedicado. Quizá porque era hijo de un oficial de la marina alemana. Más de una vez dijo que se sentía afortunado por tener en su historial esa clase de película que hace que un director pase a la posteridad. Por otra parte, la magnificencia de Das Boot pesó sobre Petersen como una maldición. Bueno, no sobre él, que tuvo una carrera exitosa, sino sobre su arte. Le abrió las puertas del mercado internacional, pero nada de lo que hiciera iba a igualar esa hazaña artística. Años después Petersen pasaría a ser visto como un «artesano», un director eficaz para los encargos. En parte, por culpa suya. En parte, por culpa de que el éxito lo terminó arrastrando a esa máquina de matar personalidades que es Hollywood. Era fácil olvidar, más que nada porque antes de Das Boot nadie lo conocía fuera de Alemania, que Petersen había roto moldes cuando dirigía para la televisión, junto a su actor fetiche, el extraordinario Jürgen Prochnov, el mismo que había protagonizado Das Boot. Si cree usted que fue aventurado estrenar Call Me by Your Name en 2017, piense que Petersen y Prochnov ya habían hecho algo parecido ¡en la televisión pública alemana de 1977! El telefilm Die Konsequenz narraba la historia de un actor homosexual, encarnado por Prochnov, que ingresa en prisión y se enamora del hijo adolescente de uno de los guardias. Die Konsequenz se emitió por la ARD, una cadena de emisoras públicas, y provocó tal impacto que, durante el directo, los empleados de la emisora de Múnich hicieron saltar los fusibles para interrumpir la película. Después, se negaron a restablecer la señal cuando se les pidió por teléfono. Sitúense en 1977, cuando la homosexualidad era un tabú en las televisiones nacionales. Ni Petersen ni Prochnov eran homosexuales, pero para ellos no se trataba de un mensaje personal, sino de una opción artística. Visto con la mentalidad de los años setenta, tomaron un riesgo excesivo. Pero pensaron que merecía la pena desde el punto de vista artístico. Y lo hicieron. Este fue el Petersen de la etapa alemana. En 1981, cuando se estrenó Das Boot, era una de las películas más caras realizadas en aquel país, si no la más cara, aunque en realidad el presupuesto era relativamente modesto (insisto: relativamente) en comparación con las superproducciones estadounidenses de la época. Pero hubo algo mucho más importante que el presupuesto: Das Boot fue escrita, dirigida y peleada por un individuo que no era común. Durante la preparación, el rodaje y la post producción, Wolfgang Petersen se había entregado con la obsesiva meticulosidad de un Stanley Kubrick. Los directores no siempre consiguen llenar de metraje valioso una película de dos horas, pero, como decía antes, Petersen consiguió la rara hazaña de filmar por lo menos cinco horas de material valioso. Esto fue posible porque su obsesión con el angosto y claustrofóbico interior del submarino U-96 era parecida a la obsesión que David Lean desarrolló hacia el desierto mientras rodaba Lawrence de Arabia, levantándose dos horas antes que el resto para sentarse y ver amanecer sobre la arena. Petersen no se conformó con un decorado «pasable», sino que hizo construir varios interiores idénticos a los de un submarino del tipo VIIC, cuyos planos detallados había localizado en un museo. Cada manivela, cada tubo, cada mínimo detalle estaban su lugar. Lo mismo con los actores. Si una patrulla de submarino solía durar varias semanas, Petersen mantuvo a sus actores alejados de la luz solar también durante semanas; no necesitó maquillaje para que apareciesen pálidos y demacrados. Al final de la película, todos parecían haber viajado en submarino de verdad. Después de Das Boot, escribió y dirigió la adaptación en inglés —aunque producida en Alemania— del entonces famosísimo libro La historia interminable, novela escrita su compatriota Michael Ende. El libro era muy, muy popular, básicamente el Harry Potter de principios de los ochenta y, pese a ser un libro infantil, se lo consideraba difícil de adaptar a la pantalla tanto por motivos narrativos como técnicos y visuales. Petersen lo hizo de manera muy convincente para el público, aunque Ende odió la adaptación y no se reprimió a la hora de expresarlo en público. Como sea, y pese a la opinión de Ende, es indudable que Petersen mostró una inesperada sensibilidad estética para la fantasía. La película es de 1984, pero visualmente ha envejecido lo mismo que Das Boot: absolutamente nada. Al igual que sucede con las películas de Jim Henson como El cristal oscuro o Dentro del laberinto, La historia interminable es tan visualmente atractiva que puede ser vista sin sonido, y resulta igualmente fascinante simplemente por la sucesión de imágenes exquisitamente compuestas. Mi sueño particular es que Petersen hubiese adaptado algún cómic de Jean Giraud «Moebius»; nunca sucedió, pero quienes hayan leído a Moebius y hayan visto ciertas escenas de La historia interminable entenderán por qué lo digo. Por cierto, Petersen llegó a considerar el adaptar el anime Paprika, pero tampoco sucedió. Petersen no había terminado de rodarla cuando recibió su primer encargo para Hollywood. Los productores Stephen Friedman y Stanley O’Toole estaban teniendo problemas con la adaptación de un relato de ciencia ficción titulado Enemigo mío, que en 1979 había ganado el premio Nebula, uno de los más importantes de ese género literario. El relato estaba ambientado en una encarnizada guerra estelar entre la raza humana y una raza reptiliana, los dracs. Dos pilotos, uno de cada raza, se estrellan en un planeta deshabitado y arrasado por periódicas lluvias de meteoritos. La historia cuenta cómo se ven forzados a tolerarse primero y respetarse después, hasta que, como el título permite intuir, terminan desarrollando una auténtica amistad. Los productores estaban convencidos de tener a los actores perfectos para la historia, y así era: Dennis Quaid y Louis Gosset Jr. Demostraron poseer una química increíble. Pero el primer director asignado, Richard Loncraine (sí, el de Wimbledon) les estaba entregando metraje muy poco convincente. Decidieron sustituirlo y empezar otro rodaje con los mismos actores, pero llamando a la nueva estrella europea, Wolfgang Petersen, para que arreglase el desaguisado. Petersen era poco aficionado a la ciencia ficción y además aún estaba enfrascado en La historia interminable, pero le pusieron todas las facilidades. Le dijeron que estaban dispuestos a esperarle y a dejar que rodase en unos estudios de Múnich. Además, la oferta económica era jugosa y, para sorpresa suya, le gustó el guion que le habían enviado. Rehizo la película salvando los problemas iniciales, pero el estreno obtuvo críticas muy desiguales y se pegó un considerable batacazo en la taquilla. Dado que el empezar la película dos veces había disparado el presupuesto, las pérdidas fueron más graves de lo normal. En mi modesta opinión, Enemigo mío es la película más infravalorada e incomprendida del director alemán. Tiene otras que recibieron malas críticas porque, es verdad, a veces parecían hechas sin muchas ganas. Pero Enemigo mío es un pequeño clásico de la ciencia ficción; quizá el problema es que no se parece a Star Wars y es, en realidad, un drama sentimental, lo cual confundió a muchos espectadores, más o menos como sucedió con Starman de John Carpenter. El Wolfgang Petersen de Das Boot y Enemigo mío todavía no había sido alienado por Hollywood, y poseía una idiosincrasia muy particular. Sus películas eran eminentemente masculinas. Normalmente, cuando pensamos en cine «masculino» lo asociamos a tiros, puñetazos y acción desprovista de cerebro. No niego que la afición a estas cosas puede ser un rasgo habitual del espectador masculino, sobre todo en la adolescencia, aunque admito que esas cosas me siguen gustando, para qué negarlo. También solemos referirnos a la masculinidad disfuncional que Martin Scorsese retrata con tanta habilidad en sus películas de mafiosos y boxeadores. Pero con Petersen me refiero a otro tipo de perspectiva masculina. Por ejemplo, las películas de Jeff Nichols suelen girar en torno a personajes masculinos que son sensibles pero tienen problemas para comunicar y gestionar sus sentimientos. En el caso de Petersen, sus mejores películas giraban en torno a una visión idealista, incluso ingenua, de la vida. Un romanticismo no necesariamente relacionado con amor de pareja o atracción sexual. En Enemigo mío, al contrario que en Die Konsequenz, no hay alusión directa a la homosexualidad (por más que se bromee oblicuamente con el asunto, y por más que los dos protagonistas de Enemigo mío ¡tengan un hijo juntos!). Es una historia donde el romanticismo toma forma de idealismo; al principio, ambos protagonistas están separados por el idealismo de sus respectivos patriotismos (el idealismo patriótico como trampa para los ingenuos es uno de los temas de Das Boot), y después son unidos por el idealismo de su coincidente concepto de amistad. Sería raro o inhabitual, supongo, que una mujer dirigiese una película donde incluso los hombres más curtidos aparezcan retratados como seres inocentes, pero esto es algo que Petersen inoculaba con mucha facilidad en el subconsciente del espectador. Solo hay que ver la escena final de Das Boot (viene un SPOILER; pase al siguiente párrafo si se lo quiere ahorrar). Es la escalofriante última mirada que Jürgen Prochnow dirige a su querido U-96. El capitán, recordemos, es un hombre que no simpatiza con los nazis, y que prefiere pensar que simplemente lucha por su patria, pues así lo dicta su deber como militar y su honor como alemán. Al final, cuando unos aviones bombardean el puerto de La Rochelle, el capitán, malherido, no parece tan preocupado por su propia muerte como lo está por la muerte del propio submarino. Lo llamativo es que no mira hacia sus hombres, que acaban de morir o están agonizando de manera espantosa, sino que mira hacia el submarino que está descendiendo hacia el fondo del puerto. Es en ese mismo momento cuando se da cuenta de que todos sus esfuerzos y sacrificios han sido en vano. En un poderoso ejemplo de sublimación romántica, el capitán elige, de todos los horrores que lo rodean, centrar su mirada en la máquina como si esta fuese algo más que un amasijo de hierros. Como si estuviese viva y pudiese sufrir. El submarino es un símbolo de todas las motivaciones que el capitán ha tenido que encontrar para salir adelante en una situación absurda, obligado a pelear por un régimen que no le gusta en una guerra con la que no comulga. El submarino ha sido su hogar y sus tripulantes han sido su familia. Aun así, al morir, no mira a su familia. En su masculino hábito de evadir lo que realmente siente, sabe que ha perdido a sus hombres y el hundimiento es el símbolo de esa pérdida hacia la que no se atreve a mirar directamente. En esa misma situación, y en una película escrita y dirigida por una mujer, es difícil (quizá no imposible, pero difícil) imaginar un personaje femenino que no mirase hacia las personas, que no se preocupase más por la sangre y el sufrimiento que la rodean antes que por un buque hecho de metal. La ceguera masculina, sin embargo, no es tratada como un pecado, sino como un resorte de autodefensa o, en todo caso, como una demostración de ignorancia. Una de mis escenas favoritas de la película, y otro retrato de la ingenuidad masculina, es el momento en que el U-96 torpedea un petrolero enemigo. Lo cual no era una tarea fácil: calcular la trayectoria de los torpedos era complicado y, para colmo, estos no siempre la seguían como se esperaba. A veces se desviaban, o se ponían a hacer círculos, o explotaban antes de tiempo. Muchas otras veces no explotaban ni aun acertando en el blanco. Así, los hombres del U-96 celebran su acierto con una alegría adolescente porque están acostumbrados a que los barcos que hunden son algo lejano, ajeno a su realidad. Sin embargo, cuando suben a cubierta para contemplar con sus propios ojos el hundimiento, el barco enemigo está lo bastante cerca como para no poder ignorar más los horrores de la guerra. Es como si los tripulantes fuesen arrojados de golpe a la edad adulta: ven con toda claridad a marineros enemigos corriendo desesperados entre las llamas. Cumpliendo con angustiosa reluctancia la orden tajante de no rescatar a enemigos, encienden el motor y se alejan del escenario de su victoria, amargados y deprimidos. El insensato entusiasmo de la batalla ha sido hecho pedazos por el repentino descubrimiento de que están condenando al infierno a hombres que son de carne y hueso como ellos mismos. Es irónico que el propio Petersen experimentase un despertar así con su llegada a Hollywood. El fiasco comercial de Enemigo mío lo sumió en un paréntesis de un lustro, y su regreso con Shattered fue otro fiasco. Pese a sus probadas (y nominadas) habilidades como guionista, Shattered fue la última película que se molestó en escribir. Desde aquel momento, se convirtió en un director de encargo que hizo olvidar lo potente que había sido su personalidad como creador. No llegó a hacer películas realmente malas, pero sí algunas olvidables y carentes de personalidad. En aquella nueva línea de fabricante industrial, comenzó una racha de éxitos que a veces estaban bien (En la línea de fuego, con Clint Eastwood, fue probablemente el mejor de todos ellos), pero que otras veces parecían justificar su nueva fama como «artesano»: Estallido, La tormenta perfecta, Poseidón; incluso Troya, que gustó a mucha gente, pero que para mí era insípida y solo tuvo gracia porque aparecía Lena Headey en topless. El mismo cineasta que se la había jugado en su etapa alemana, el mismo que había entrado en modo Kubrick rodando Das Boot, el mismo que había creado imágenes y atmósferas increíblemente personales en La historia interminable o Enemigo mío, pareció contagiarse de la aversión al riesgo de los ejecutivos de Hollywood. Su etapa como irregular fabricante de blockbusters terminó en 2006 con la pobre recepción de Poseidon, que supuso su retirada casi definitiva. Ya solo volvió a rodar una comedia en 2016, en su Alemania natal; era su primera película en alemán en treinta y cinco años, desde Das Boot. Personalmente, me gustaron algunas (pocas) de sus películas posteriores a En la línea de fuego, pero nunca volví a encontrar al Petersen todopoderoso de Das Boot, ni al Petersen visualmente hipnótico de La historia interminable, ni al Petersen casi poético de Enemigo mío. Le sucedió lo mismo que al sueco Lasse Hallström quien, tras el prestigio obtenido con Mi vida como un perro en 1985, cayó en la trampa del trabajo por alquiler en Hollywood y nunca volvió a ser el mismo. No les culpo, admito que la paga era buena. Pero es doloroso ver cómo, en ocasiones, el nombre de Wolfgang Petersen es comparado con el de Roland Emmerich. La diferencia es enorme: Emmerich es un artesano porque no es un artista, y jamás ha dado muestras de saber hacer más de lo que hace. Sin embargo, Petersen fue un artesano cuando olvidó lo gran artista que era, y dio muestras de ser perfectamente capaz de alcanzar la más altas cotas de su arte. Fue un cineasta que, de haber permanecido en Europa, hubiese ganado mucho menos dinero, sí, pero estoy seguro de que hubiese rodado algunas obras maestras más. Un individuo capaz de escribir y dirigir Das Boot podría fácilmente haberse convertido en el Kubrick europeo. Das Boot no es solamente una película que será inmortal mientras exista un aficionado al cine, sino que es un certificado de excelencia, un marchamo de genio para un hombre que pasó casi todo el resto de su carrera como un mal estudiante, calculando el esfuerzo mínimo necesario para obtener el aprobado raspado. Como su talento era tan enorme, algunos de esos exámenes mal preparados merecían bastante más que un aprobado, pero terminaba siendo inevitable anhelar los años en que Petersen de verdad hincaba los codos. Aun así, y aunque solamente hubiese rodado Das Boot, esa película basta —¡y sobra!— para justificar cualquier elogio que se le pueda hacer a este director. Una película que, como él anticipaba con términos más modestos, lo hará pasar a la historia del cine como lo que llegó a ser: un maestro. Habrá que verla, o vivirla, por enésima vez. 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