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Araya,


la sal del desierto







Por Helena Carpio


Fotografías Iñaki Zugasti | RMTF

Las salinas de Araya fueron las más importantes de Venezuela por quinientos
años. En 2020, el sistema de lagunas funciona otra vez como lo hacía durante la
colonia. Los avances industriales se perdieron y la producción es mínima. Un
grupo de jubilados trabaja para recuperar la producción. También lucha contra el
olvido.

 




Frente al cristal de sal más grande del pueblo, Aníbal Núñez recordó al turco
que visitó Araya diez años atrás. Nunca supo cómo ni por qué un comerciante
viajó más de 9.500 kilómetros desde Turquía hasta el estado Sucre, pero un día
le tocó la puerta y preguntó por el gran cristal blanco. Era una mole
translúcida formada por miles de pequeños cubos de cristal. Pesaba más de veinte
kilogramos. Lo sacaron del centro de la Laguna Madre, llamada así porque parió
la sal que dio origen al pueblo. Aníbal, al ver el asombro del turco, se
adelantó: no está a la venta. El turco insistió con un precio. Era muy bajo: el
cristal era un recuerdo de la mejor época de su vida. Le regatearon toda la
tarde, pero ningún precio fue suficiente. El cristal era invaluable para Aníbal.
Al no poder comprarlo, el turco se despidió y no regresó a la Península de
Araya.


Aníbal Núñez es un arayero de sesenta años, poeta y cronista, jubilado de las
salinas. Ha escrito más de diez poemarios sobre Araya y al menos dos libros que
recopilan mitos y leyendas de la península. Vive en una casa colonial de más de
cien años de antigüedad, en la avenida principal de Araya. La sala es amplia y
tiene ventanas largas que dan a la calle. Las conversaciones de los transeúntes
se cuelan y las de la sala se escuchan en la calle. Algunos caminantes se asoman
a saludar. En Araya todos se conocen.

 

Haga click sobre las fotografias para verlas ampliadas






Todas las mañanas, un grupo de extrabajadores de las salinas se reúne en la sala
para compartir la vida en Araya, los avances sobre sus reivindicaciones
laborales y recordar mejores tiempos. Intercambian ideas sobre cómo recuperar la
producción de sal. Aunque están jubilados y muchos bordean los setenta, creen
que pensar en el futuro les alarga la vida. Jany Vásquez, un señor de lentes
redondos, se recuesta de una pared mientras lee un viejo periódico. Alí
Frontado, de piel curtida y arrugas pronunciadas alrededor de la boca y los
ojos, se arrima en el sofá.


Las salinas de Araya fueron las más productivas del país desde su descubrimiento
en 1499. La Laguna Madre era la gran salina: el agua entraba directamente del
mar, se evaporaba y se formaba la sal, todo en una misma laguna. A partir de
1915, en la península se producía más de la mitad de la sal que se consumía en
Venezuela. Era considerada sal de alta calidad. En los años sesenta se construyó
un sistema de lagunas que alimentaban a la Laguna Madre, aumentando la
productividad de la salina.


Hoy la producción es mínima. En 1998 se produjeron 441 mil toneladas de sal para
diferentes usos. Pero en los últimos años se abandonó el sistema de lagunas y
ahora la Laguna Madre, una masa de agua rosada y marrón con más de 800 metros de
diámetro, se alimenta como lo hacía en la colonia: directamente del mar. No hay
cifras oficiales sobre producción de sal en Araya desde 2001, pero trabajadores
de las salinas que pidieron protección de su identidad, aseguran que entre 2008
y 2018 no se produjeron 300 mil toneladas. Cincuenta años de avances
industriales se perdieron.

 

1/4






El cerro macho se refleja sobre la La Laguna Madre o gran salina, en la Unidad
1.

Esta unidad tenía un taller, silos, lavadora, molienda y maquinaria de carga.
Pero entre la sal y el abandono, quedan restos.

Las chalanas se usaban para cargar y transportar la sal dentro de la laguna. En
la orilla se ven algunas.

Vista de la Unidad 1 y Laguna Madre o cristalizador, en noviembre de 2019.


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***


El día que jubilaron a Aníbal de las salinas en 2008, asumió la dirección de la
asociación de jubilados de las salinas de Araya. Representaría a 77
extrabajadores. Esa semana, sus compañeros de trabajo fueron a las salinas y
sacaron un gran cristal del centro de la Laguna Madre. Lo cargaron con payloader
y lo transportaron hasta la puerta de la casa de Aníbal. No tenían otra forma de
pagarle por su trabajo. El gran cristal blanco brillaba bajo el sol. Aníbal
pensó que parecía valioso, porque las cosas preciadas brillan. Jany dijo que era
oro blanco.


La sal común que usamos para cocinar o salar alimentos es cloruro de sodio, pero
no es la única que existe. Hay miles de sales. Cada una tiene propiedades
distintas, varían en colores, usos y sabores, y no todas son comestibles o
solubles. Por ejemplo, el cromato de sodio es una sal amarilla, el permanganato
de potasio es morado y el disulfuro de hierro es metálico y brillante, a veces
llamado oro de tontos. Cuando se queman sales coloridas, se producen los colores
brillantes de los fuegos artificiales. El sabor “salado” que asociamos a las
sales es el del cloruro de sodio, pero hay sales que tienen sabores dulces como
el diacetato de plomo (que es venenoso), y otras con sabores ácidos o amargos.


Las sales nacen cuando dos opuestos se unen: cuando un ion con carga positiva
(catión) se pega a un ion con carga negativa (anión). Un ión es un átomo que
perdió o ganó electrones: cuando pierde es un catión y cuando gana es un anión.
Estos compuestos positivos buscan juntarse con uno negativo para equilibrar la
carga y estabilizarse. Y los negativos buscan los positivos para lo mismo. Todos
los compuestos iónicos son sales. Convertirse en sal los estabiliza.


El cristal de Aníbal está en el piso, detrás de la nevera, entre la pared y el
olvido. Con el tiempo se le incrustó polvo, arena y telarañas. Ahora está
marrón. Aníbal no lo mueve. Como a los recuerdos distantes, decidió no tocarlo
por miedo a que se desmoronase. Pero esa mañana insistió en trasladarlo al
jardín para verlo brillar. Aníbal y Jany pidieron ayuda a un señor más joven.


Con la espalda encorvada, el hombre lo cargó y lo llevó al jardín. El cristal
tenía rasguños y rastros de insectos por debajo. Los animales necesitan sal para
vivir y los animales silvestres, especialmente los herbívoros, buscan fuentes de
sal en la naturaleza. Una de las primeras formas que usaron los humanos para
encontrar sal fue seguir huellas animales; muchas llevaban a manantiales o
lagunas saladas. Cuando el hombre los domesticó, los animales perdieron la
capacidad de encontrar sal y el hombre debió proveerla.


Aníbal tomó una escoba y su esposa una manguera y comenzaron a limpiar el
cristal. Los jubilados contaron que el imperio romano a veces pagaba a sus
soldados con sal. De allí vino la palabra “salario”. Según Mark Kurlansky, autor
de Una historia mundial de la sal, los romanos también salaban sus vegetales y
de allí viene la palabra “ensalada”.


Hoy se conocen más de 14.000 usos diferentes para la sal. Van desde la industria
de la belleza, pasando por la farmacéutica, petroquímica, agricultura,
tratamiento de aguas, hasta materiales de construcción, según la Enciclopedia
Ullmann de Química Industrial. En Sahara Occidental, hay registro de una ciudad
completamente hecha de sal. Taghaza era una ciudad blanca construída con bloques
tallados y resplandecientes, incluyendo una elaborada mezquita, pero poco a poco
las arenas del desierto la ensuciaron hasta volverla gris. Ibn Batuta, un
viajero árabe que había atravesado África, Europa y Asia, escribió sobre el
lugar en 1352. Era hogar de esclavos. La sal era el único material que tenían
para construir.


La sal también se usa para preservar. Los egipcios pueden haber sido los
primeros en emplear sal para preservar alimentos a gran escala, según la
investigación de Kurlansky. Todas las grandes civilizaciones humanas de la
antigüedad salaban el pescado. Como los egipcios vivían rodeados por el desierto
del Sahara, dependían de las fértiles y angostas orillas del río Nilo para
cultivar alimentos. El Nilo se desbordaba, dejando materia orgánica sobre la
tierra, como algas y restos de peces, los cuales funcionaban como fertilizantes
naturales. Pero cuando no había inundaciones, no había cosechas. Para prepararse
contra estas catástrofes y evitar el hambre, comenzaron a preservar comida. Esto
los llevó a desarrollar conocimientos sobre la salazón y la fermentación.


Los egipcios comenzaron a usar la sal para preservar las momias. Primero
extraían el cerebro y los órganos internos del abdomen. Luego cubrían el cuerpo
con una sal llamada natrón por setenta días. Al terminar, lavaban y secaban el
cuerpo y lo envolvían con tiras de lino. En Egipto también hay cadáveres de
cinco mil años, más antiguos que el uso de jeroglíficos, que todavía tienen
piel. No son momias, pero están increíblemente preservadas, porque el desierto
salado los protegió. La sal preserva porque absorbe la humedad, la cual permite
el crecimiento de las bacterias.


La sal (cloruro de sodio) también es esencial para la vida. El cuerpo necesita
sal para mantener el balance de fluidos extracelulares, contraer y relajar
músculos, incluyendo los del corazón, venas y arterias, y absorber nutrientes.
El sodio es más importante para la salud que el cloruro, por eso las etiquetas
nutricionales señalan el contenido de sodio (expresado en miligramos), no de
“sal”. La falta de sodio puede producir dolores de cabeza, estados mentales
alterados o de confusión, náuseas, vómitos, fatiga, debilidad, espasmos
musculares, convulsiones, comas y la muerte.


Aníbal pasaba el cepillo de escoba por los recovecos cristalinos y su esposa
dejaba correr el agua encima del cristal. Pero no se disolvía. Los cristales de
sal son difíciles de disolver porque el nexo entre moléculas es fuerte y
organizado, requiere mayor energía para romperse. La sal fina que se usa en la
cocina, llamada sal amorfa por los químicos, es más fácil de disolver porque las
uniones entre moléculas son más inestables y débiles.


La sal se cristaliza con el tiempo. Cuando el agua salada se evapora lentamente,
con una fuente de calor estable como el sol, le da tiempo a los iones de
organizarse. Por eso se forman grandes cristales en el centro de la laguna,
porque al ser más profundo, el sol tarda más tiempo en evaporar el agua. En
cambio, la sal que se forma en las orillas es amorfa porque hay poca agua: se
evapora rápido y no da tiempo para que se formen cristales.

 

La forma del cristal —pirámide, cubo, pentágono— la define el tamaño de los
iones que lo forman. En el caso de las sales siempre cristalizan como cubos,
pero cuando hay impurezas mezcladas, pueden formarse octaedros o dodecaedros.


Mientras lavaban el terrón, Jany contó que el poder de la laguna para
cristalizar es impresionante. Los arayeros hacían figuras o escribían nombres
con alambre y los lanzaban a ella. En una semana los sacaban y cientos de
cristales de sal se habían formado sobre el metal, contorneando las figuras. En
el pueblo se regalaban corazones de sal.

 





***


Cristóbal Colón pisó el Golfo de Paria, a 200 kilómetros de Araya, en 1498. Era
la primera vez que llegaba a la plataforma continental y su tercer viaje al
hemisferio. Los españoles descubrieron las salinas al mismo tiempo que el
continente americano. Pedro Alonso Niño y Cristóbal Guerra, que viajaban con él,
exploraban la costa oriental de Venezuela en busca de perlas y otros recursos
valiosos. Avistaron las salinas de Araya en 1499. Llevaron la noticia a España
de una salina gigante, pero a la corona no le importó. Tenían salinas propias
que abastecían su mercado interno y daban para exportar. Lo que sí resultó
atractivo fueron las perlas en Margarita, Coche, Cubagua y Araya. La costa
oriental de Venezuela pasó a conocerse como “La costa de las perlas”. Cuarenta
años después comenzaron a agotarse los ostiales y dejó de ser atractiva por la
baja productividad.


Antes de la llegada de los españoles había asentamientos humanos en Araya. Los
guaiqueríes eran expertos pescadores y buzos que vivían entre esa península,
Margarita, Coche, Cubagua y Cumaná. Extraían perlas y sal, y elaboraban pescado
salado para intercambiar.


La Península de Araya está en el oeste del estado Sucre. Es árida. No tiene ríos
de agua dulce. Después de Chacopata, el punto más cercano a Nueva Esparta, la
tierra apenas logra soportar la vida de unos pocos dividives, cardonales y
yaguareyes. La costa norte es un barranco continuo de tierra naranja, roja y
amarilla que se yergue frente a las olas. Son montañas ásperas, sin vegetación,
tumultos de pliegues que frenan el mar. En Araya las olas no abrazan la costa,
la relación se invierte. La península se le impone al mar Caribe, que la azota
tratando de recuperar lo perdido. Araya es una tierra terca, donde los pocos
árboles que crecen lo hacen torcidos.


El pueblo de Araya está en el extremo oeste de la península, entre dos serranías
cardinales, el Cerro Macho que indica el norte, y un cerro sin nombre, coronado
por antenas telefónicas, al sur. El mar Caribe al oeste y la salina al este. Es
un punto de encuentro.


Después de los guaiqueríes y españoles, llegaron los holandeses.


Los océanos, especialmente el Báltico, son poco salados. Llueve frecuentemente,
hay poca incidencia solar y cientos de ríos desembocan cerca, aumentando la
cantidad de agua que disuelve la misma cantidad de sal. Entonces el agua tiene
menor densidad y salinidad. Sobre el ecuador y en los trópicos sucede lo
contrario: llueve poco, hay fuerte incidencia solar todo el año y hay corrientes
calientes de viento. Esto evapora más agua y deja la sal atrás. Menos agua
disuelve la misma cantidad de sal; entonces el agua tiene mayor salinidad y es
más densa.


Los países del norte de Europa necesitaban sal. Con la ampliación de armadas y
ejércitos y más viajes de exploración, se necesitó más comida no perecedera para
los largos viajes y para el establecimiento en regiones donde escaseaba la
carne. La industria de salazón de pescado también creció, junto con la de
quesos, mantequillas y otros productos. Holanda fue uno de los países que
comenzó a buscar sal en otras latitudes.


Para los holandeses, Araya era atractiva porque la sal era de fácil acceso, alta
calidad, gratis y aparentemente inagotable. La distancia entre Europa y
Venezuela se compensaba al aprovechar el viaje de venida para traer mercancía de
contrabando, la cual se vendía en las costas cercanas. También se llevaban
perlas. El viaje generaba ganancias de ida y vuelta.


Cada año, entre 1600 y 1606, por lo menos 100 naves cargaron sal en Araya. A
veces había 40 a la vez, según el gobernador de Cumaná, Diego Suárez de Amaya.
También había barcos franceses e ingleses, pero en menor cantidad. Eran tantas,
que Amaya no pudo visitar las salinas en su primer año de gobierno. El número de
barcos holandeses en Araya se disparó después de 1618 porque Holanda y España
entraron en la Guerra de los Ochenta Años, y España limitó el acceso de los
holandeses a las salinas europeas.


Cuando buscaban sal, peleaban con los locales, se abastecían de agua dulce en
Cumaná o robaban mercancía. Los pobladores no tenían cómo defenderse. Cumaná
tenía apenas unas 60 casas de bahareque, aunque había hatos y fincas en los
alrededores. No había fuertes, artillería ni ejércitos.


En las salinas, los extranjeros bajaban de los barcos y arrastraban artillería
hasta la laguna por si los cumaneses se presentaban. Cuando había barcos de
distintas nacionalidades extrayendo sal al mismo tiempo, usaban las armas para
defenderse. Con tanto poder de artillería cerca, los vecinos de Cumaná,
Cumanacoa y Cariaco abandonaban sus cultivos de tabaco y de otros rubros para
hacer guardia.

 

Las autoridades locales estaban desesperadas. No tenían cómo ahuyentar los
cientos de barcos que anclaban en sus costas ni cómo defenderse en caso de un
ataque. Se sentían rodeados. Suárez de Amaya, el gobernador, pidió a la corona
española estacionar galeras artilladas en las costas de Margarita, Cumaná y
Araya. Propuso envenenar las salinas, para que causara daños consumir la sal.
Pedro Suárez Coronel, sucesor de Amaya, propuso cegar la salina, interrumpiendo
su comunicación con el mar para secarla. Otros propusieron anegarla,
construyendo un canal para que entrara agua a la Laguna Madre. Sin salinas, no
vendrían los holandeses. Pero la corona española no autorizaba estas medidas.


Como España no necesitaba sal, la decisión estaba entre conservar las salinas
con miras a explotarlas en el futuro, exponiendo a la población a continuos
asaltos y ataques, o eliminarlas, ahorrando los costos de defensa.


En 1622, se aprobó la construcción del castillo “La Real Fuerza de Santiago de
Arroyo de Araya”. Tomó 20 años. El castillo tenía 200 fusileros, 20 artilleros.
El resto, oficiales y empleados. Era costoso de mantener. En 1684 hubo un fuerte
terremoto que causó graves daños a la estructura, y en 1725 un huracán anegó la
laguna e inhabilitó el cuajo de sal. Las salinas dejaron de ser productivas.
Cuando los holandeses dejaron de buscar sal en Araya, no necesitaron más el
castillo. Al Consejo de Indias llegaron solicitudes de provincias limítrofes
pidiendo las armas, cañones y los hombres. Hacían falta en otros lugares. El 6
de enero de 1762, la Corona pidió que se demoliera el fuerte. A pesar de los
explosivos, no lograron destruirlo por completo.


Las ruinas del castillo se levantan sobre una loma que marca el final de la
playa. Los kioscos que sirven comida y bebida se acumulan cerca. Es el sitio más
turístico de la península. Las fundaciones de la fortaleza parecen intactas,
pero las columnas de piedra están retorcidas y las paredes tienen cráteres. Los
muros de roca miden más de veinte metros y nacen en el mar. Es la edificación
más alta de Araya. Nadie pudo o nadie quiso construir algo más alto desde
entonces.

 

Los kioskos son el único lugar abierto para almorzar. Las mesas están en la
orilla del mar y las olas rompen contra las sillas. Son las tres de la tarde, y
la cumbia y el reguetón suenan tan alto que las olas no se escuchan. Una familia
llega caminando. Una mujer embarazada carga un bebé en un brazo y una botella de
ron en el otro. Su pareja trae un niño más grande agarrado de la mano izquierda.
La mujer sienta al bebé en la mesa y pone la botella al lado. Mientras saluda a
sus amigos, el bebé gatea hasta el borde y se balancea. El hombre lo ataja. La
mujer canta adelantándose al vocalista. Abre la botella, sirve y reparte. Uno
para su pareja, uno para ella, otro para el bebé. La madre se ríe viendo al bebé
tomar. Sigue cantando.

***


Francisco Marvar, uno de los jubilados que se reúne en la sala de Aníbal, dice
que la vieja refinería de las salinas parece más antigua que el castillo de
Araya. La visitó en 2019. Apenas entró al edificio de tres pisos, subió al
segundo buscando el tablero de control de la planta donde trabajó como operador.
Desde allí veía a todos los trabajadores y máquinas: los molinos, lavaderos,
centrífugas, secaderos, elevadores, mezcladores, tamices, silos y empacadoras.
Recuerda que se encendían luces en el tablero para indicar máquinas operativas y
alertar fallas. El diagrama de flujo ilustrado en el tablero le permitía
sentirse conectado con cada paso del camino de la sal: desde que llegaba de la
laguna hasta que salía empaquetada y la montaban en gandolas y barcos. Se sentía
orgulloso de su trabajo.


Francisco trabajó 36 años en las salinas y recuerda con exactitud el primer día.
Lo emplearon en la Empresa Nacional de Salinas (ENSAL) el 19 de agosto de 1976.
Fue un día soleado como la mayoría en Araya. Varios amigos comenzaron a la vez y
aquello parecía una fiesta. Primero trabajó montando sal en un elevador, pero
quiso aprender más. Al final de su turno, aprendía sobre otras máquinas y otras
partes del proceso. Al cabo de unos años lo ascendieron a supervisor del tablero
de control.


Cuando se dañaba algo, Francisco y sus compañeros buscaban repuestos hasta en el
basurero. Una vez se dañó una rejilla. Tardaban 3 meses en traerla de Estados
Unidos. “Había una gandola esperando la sal y teníamos que cumplirle. La sal de
la Unidad 3 era la más valiosa, y con dos o tres gandolas llenas, prácticamente
nos pagaban a todos”. Entonces trabajó todo el fin de semana sin pago para
reparar la rejilla. El lunes la planta estaba funcionando.

 











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La forma del cristal —pirámide, cubo, pentágono— la define el tamaño de los
iones que lo forman. En el caso de las sales siempre cristalizan como cubos,
pero cuando hay impurezas mezcladas, pueden formarse octaedros o dodecaedros.


Mientras lavaban el terrón, Jany contó que el poder de la laguna para
cristalizar es impresionante. Los arayeros hacían figuras o escribían nombres
con alambre y los lanzaban a ella. En una semana los sacaban y cientos de
cristales de sal se habían formado sobre el metal, contorneando las figuras. En
el pueblo se regalaban corazones de sal.